lunes, 4 de agosto de 2014

Capítulo dos: Alas cerradas.

Cerrados los ojos era como mejor veía todo. Tirado en su cama el mundo parecía detenerse mientras los pensamientos inundaban su mente. Abrió los ojos y miró la hora en su teléfono. Eran las cinco de la tarde. Faltaban dos horas para que le recogiera su amigo. Se desperezó estirando cada uno de sus músculos sin tan si quiera levantarse. Odiaba dormir porque consideraba que durmiendo se pierde la mitad de la vida, y tiempo no le quedaba como para ir lo derrochando así. Sin embargo esa siesta de escasa media hora fue necesaria. Había pasado un par de noches casi en vela poniendo en orden su cabeza e ideando una lista de cosas que hacer. Se levantó y con los ojos aun entornados pegados por las legañas y contempló su habitación. Era pequeña y austera. Un póster en el cual se encontraban un montón de personajes de Marvel decoraba una de las paredes blancas. Un armario marrón caoba colindaba con una mesa de un color de un toque más oscuro que al hacer pocas veces la función de zona de estudio recogía una capa grisácea de polvo. La habitación estaba puerta con puerta con la de su hermana Silvia, un año menor que él. Silvia era una niña particular a la cual cualquier cosa podía sorprenderla. Damián no la dejaba entrar nunca en su habitación. Para él aquel lugar era su centro, su lugar de reposo donde nadie podía molestarle. Su madre era la única que entraba cuando quería bajo "esta casa es mía" o "¿tienes algo para lavar?" El muchacho no sabía qué hacer durante aquellas dos horas de espera. Pensó en jugar a la consola pero ya estaba cansado de los mismos juegos los cuales se había pasado hasta en la máxima dificultad. Entró al salón con el pensamiento de ver la televisión pero la imagen de una pequeña estantería de libros le hizo detenerse. Nunca fue muy dado a leer, pero solía oír que leyendo es una forma de ver volar el tiempo junto con unas palabras que poco a poco te mostraban mundos llenos de personajes los cuales compartían sus experiencias. Tomó uno de los libros. El estado de la portada torturado por los estragos del tiempo le hizo volver a depositarlo y buscar otro. Tras leer la contraportada de cinco libros dio con uno que logró convencerlo. Volvió a su habitación y se dejó caer en la cama. Una vez tumbado comenzó su lectura.
Solo había pasado media hora y esa lectura le mantenía cautivado. Trataba sobre un grupo de amigos en el cual después de muchos largos años de amistad sus componentes se veían enfrentados por un puesto de trabajo ofrecido por un extraño personaje. No era una historia muy allá, pero cada descripción era una imagen perfecta de una situación, un rostro, o cualquier cosa. Habían pasado ya las dos horas y ni se había percatado. El móvil sonó. Miró a la iluminada pantalla y leyó el nombre de Fofo. En realidad no se llamaba Fofo si no Fernando, pero su rechoncha fisionomía y su carácter payaso de la tele cual Fofito le hizo ganarse aquel mote. Descolgó el teléfono y se lo acercó a la oreja.
-¿Si?
-Tío, baja ya, que estoy aquí esperándote con la moto.
-Bajo.
Una conversación breve que se ganó una rápida bajada por las escaleras. Cruzó el umbral del portal y contempló a su amigo sobre una Eros azul.
-Ten.
Su amigo le tendió un casco. Tras ponérselo se sentó tras su amigo. Comenzaron a moverse y Damián se agarraba a los hombros para no caerse. Siempre le bromeaba diciendo que si le agarraba por los hombros y no por la cintura era porque estaba tan gordo que los brazos no le abarcaban. La moto hábilmente dejaba atrás a los coches y avanzaba por las discurridas calles arancetanas. Una vez pasado el Jardín de la Isla tomaron un desvío que les llevaba a un pequeño puente que conectaba un merendero con el Jardín del Príncipe. Allí, junto al río había ya dos motos similares a las de Fofo. Tres chavales próximos a la edad de Damián estaban montando un puesto de pesca. Paró Fofo su moto y bajaron los dos amigos. Se aproximaron y empezaron a saludarse. Uno era Pedro, pero le llamaban Castillo por su apellido. Era un chico alto y desgarbado de piel morena. Al lado estaban Lucas y Ramón, dos hermanos gemelos a los que por su gran afición al fútbol los llamaban los hermanos Terry. Damián los conocía desde que tenía casi memoria, juntos desde preescolar. Cada vez que la ocasión se presentaba se escapaba con ellos a tomar algo en algún bar mientras veían algún partido.
-Dami, ayúdame a montar el cacharro este, anda.
Damián nunca tuvo un mote claro. Tuvo siempre varios pero poco le duraron. El que más duró fue el de H, porque al igual que la letra era prácticamente mudo, pero acabó siendo desechado. Al final se quedó con el diminutivo de Dami, pues ninguno de aquellos apelativos le sentaba bien. Damián comenzó a ayudar a Castillo a montar un pequeño dispositivo donde se colocaba la caña, la cual al moverse rozaba en las paredes de aquel pequeño hueco por donde pasaba el hilo y soltaba un horrible sonido para alertar de que habían picado. Lucas y Ramón montaban unas sillas y una pequeña mesita desmontable.
-¿Como narices habéis traído eso en las motos?- pregunto Fofo
-Nos lo ha acercado nuestro padre en coche.-respondió Ramón.-Han ido a casa de unos amigos y a la vuelta lo recogen.
Damián durante tantos años con esos dos hermanos había aprendido a distinguir lo indistinguible. Era capaz de diferenciar a los dos hermanos por una pequeña diferencia en el puente de la nariz, y por un timbre de voz distinto, pero aun así, a veces los confundía.
El día que les comunicó la noticia del cáncer a todos se les quebró la voz mientras le preguntaban. Solo uno que no habló. Fofo, por la que podía ser su primera vez en la vida que se ponía serio, se acercó a Damián y le abrazó. Sobraban las palabras.
Pasaron una tarde tranquila mientras las cañas reposaban en sus puestos y ellos jugaban al póker con un maletín que se encargó de llevar Castillo.
-He escuchado que Fernan, el que tiene el local con mi hermano lo ha dejado con María, la de la otra clase.-dijo Lucas con intención de abrir un tema de conversación.
-¿Está buena?-preguntó Fofo
-Demasiado cruda para ti Fofo.
Todos rieron salvo este que puso cara de pocos amigos.
-¿No os cansáis de cargar siempre con los chistes de gordos?
-No, a no ser que pesaran como tú.- repuso Damián.
Esta vez hasta Fofo rió.
Llevaban ya casi una hora sin que picara nada y todas las fichas de aquel maletín reposaban en el regazo de Damián. Si no fuera porque no jugaban con dinero todos ya estarían en bancarrota. Seguían hablando de cotilleos y de otros temas de índole adolescente cuando empezó a pitar uno de los dispositivos de pesca. Todos disparados se dirigieron a la caña la cual Castillo aferró fuertemente y empezó a recoger carrete. La tensión del hilo era muy intensa, parecía que en cualquier momento se podía quebrar.
-¡Está a punto!¡Casi está!
Todos miraban a la veleta que se hundía bajo el agua esperando que aquel pez asomara la cabeza. Estaba ya casi en la orilla del río cuando el hilo se rompió y se escapó. El muchacho soltó la caña y masculló unas palabras que dedujeron que era una maldición. Todos reían ante la escena mientras él alto muchacho preparaba otra vez la caña. Damián se acercó a su amigo y le dio una palmada en la espalda. Castillo sonreía.
-Me ha pasado como con tu hermana Silvia, que cuando creía que la tenía se me escapa.
Damián comenzó a reírse. Recordaba a su hermana, una chica simpática por naturaleza había empezado a tener una amistad con Castillo. Este entendió otra cosa en un día que quedaron para tomar algo y se adelantó a los acontecimientos. La respuesta fue un silencio incómodo entre ellos que se alargó hasta la actualidad. La respuesta de ese comentario no se hizo esperar entre el grupo que detrás escuchaba. Una montón de burlas se acumulaban y las risas formaban la banda sonora.
-De todas de las del grupo y solo a ti se te ocurre ir tras la única que va para monja-bromeó Fofo.
Su amigo se encogía de hombros y puso un tono satírico.
-Me van los retos.
Las carcajadas se hacían cada vez más fuertes mientras Castillo se dedicaba a hacer chistes de su propia desdicha.
-Damián, tú eres él que más ve a las amigas de tu hermana, ¿alguna que merezca la pena?
Lo cierto es que a Damián muy pocas chicas lograban llamar su atención. También estaba el hecho de que trataba de hacer vida ajena a la de su hermana y hacía un buen papel de ermitaño cada vez que una de las jóvenes subía a su casa. Apenas había llegado a ver dos de sus amigas. Si el que calla otorga Damián era la excepción. Todos conocían como tendía a ser antes, y que no era precisamente sociable.
Terminaron de pasar la tarde allí y cuando la noche comenzó a caer los padres de los hermanos Terry aparecieron. Desmontaron el puesto rápidamente. Habían pasado una buena tarde a pesar de que solo un pez picó y no lograron sacarle. Acordaron quedar a las diez en el ayuntamiento para ir a cenar algo. Tenían media hora para ducharse y quitarse el olor a río.
Damián estaba sentado en uno de los bancos de piedra que poblaban la plaza. El reloj del ayuntamiento marcaba las diez y comenzaron a sonar. Damián fue el primero en llegar, el segundo fue Fofo, y el último, por costumbre y media hora de espera llego Castillo. Los gemelos se dedicaban a mirar a las chicas que pasaban y Fofo se distraía con un juego de móvil. Damián simplemente estaba absorto en sus pensamientos.
Con la llegada del quinto integrante se pusieron de pie y comenzaron un debate por donde debían ir a cenar.
Se propuso hamburguesa o pizza pero se vislumbró la idea de un kebab. Todos de acuerdo se dispusieron a ir al establecimiento más cercano. El establecimiento al que fueron solo estaba dos calles más abajo. Ellos eran los únicos clientes y la cara agria de los que regentaban aquel lugar expresaba que iban a ser los únicos de esa noche. Mientras cenaban jugaban a tirarse servilletas de papel echas una bola, cosa que no hacía mucha gracia a aquellos que les tocaba limpiar que estaban preparando uno de los escasos envíos que tenían. Una de las paredes del establecimiento era una cristalera que permitía ver la calle. Estaban cerca de acabar y empezaba uno de los momentos que más les gustaba compartir a Damián: el momento donde comenzaban a intercambiar bromas. Le dolía la zona abdominal de tanta carcajada liberada. Tan centrado estaba en escuchar las bromas que no se percató que Lucía y Ana, aquellas a las que había soltado todo lo que pensaba de ellas hacía dos días, le observaban tras el cristal. Entraron al establecimiento. Damián se giró y vio que no iban solas. Dos chicos mayores que él las acompañaban. Conocía a uno de los dos. Se llamaba Raúl, un chaval que rozaba el metro ochenta y cinco, bastante corpulento a pesar de su gran altura. Le conocía prácticamente solo de la boca su madre, la cual trabajaba de profesora en el instituto de este. Por lo visto tenía graves problemas para controlar su carácter. El otro era un chico bajito, como Damián más o menos, pero su cara no reflejaba que fuese de hacer muchas amistades. El enrojecimiento de sus ojos y el olor que desprendía decía todo lo que su aspecto no.
-¿Quién es Damián?-dijo el gigantón.
Damián sintió que las piernas le flaqueaban. No sabía que querría de él, pero nada bueno seguro. Asintió con la cabeza y con la voz temblorosa afirmo que era él.
¿Como podía tener tan mala suerte? Debía ser gafe o algo así, porque no comprendía nada. Se planteó que a lo mejor en su vida anterior tuvo que ser Hitler o algo así.
-Sal, que vamos a hablar contigo.-dijo de malas formas el otro pequeño secuaz.
Damián les siguió fuera con un paso temeroso. Sus amigos sin comprender se levantaron y le siguieron afuera donde las dos chicas reían de una forma maquiavélica. Damián se puso frente a los dos chavales y calculó que más o menos estarían a punto de cumplir los dieciocho. Planteó la posibilidad de salir corriendo, pero se reprochó el hecho de ser tan cobarde.
-¿De qué queréis hablar conmigo?-trato de decir con voz serena.
-Tú sabrás.-repuso aquel personaje de ojos colorados.
Damián daba cuentas de que eran de corto pensamiento, pues era una afirmación estúpida. Él podía intuirlo por la presencia de las dos hienas que contemplaban la escena, pero si dos desconocidos te dicen tenemos que hablar no piensas precisamente en que.
-¿Como lo voy a saber si ni si quiera os conozco?
-¿Nos estás vacilando?
Confirmó que no eran de tener muchas luces. Detrás de él estaban sus amigos. Les había contado la historia de aquellas chicas de las cuales habían hecho su anécdota favorita, y aunque no lo has habían visto hasta ese momento habían sumado dos más dos.
-No os estoy vacilando, lo juro.
Quería evitar el conflicto. Por mucho que estuviesen sus amigos detrás sabía que tenía las de perder. Ninguno de ellos, incluyéndose él, en su vida se habían pegado.
-Míralas a ellas.-Volvió a hablar el bajito.- ¿Tú qué crees?
Miró a las niñas que se estaban relamiendo viendo el miedo que debía de desprender. Se dio cuenta que le temblaba la mano. Se la metió en el bolsillo.
-¿Son vuestras novias? Si es por lo que las dije, me disculpo.
Consideró que había dicho la frase acertada pues los dejó un tanto desconcertados. Estaba claro que no eran sus novios, solo los tontos de turnos que se interesaron en ellas las cuales los manipulaban como querían. Que estúpido podemos llegar a ser los hombres y que malvadas las mujeres pensó Damián.
-Disculpas no bastan.-dijo el gigante.
Este se le acercaba cada vez más y comenzaba a encararse frente a él. Damián sentía sus amigos alerta detrás. Tenía que evitar como fuese la pelea, por mucho que la fuesen buscando.
-¿Que es lo que tengo que hacer?
Estaba acabando la frase cuando sintió el impacto del primer puñetazo. Un flash de luz en la cabeza le iluminó las ideas y sentía caer su cuerpo. Una vez en el suelo los golpes volaban desde distintas partes acertando patadas en su estómago y puñetazos en el rostro que le hacía ver cerca las estrellas. Fueron pocos segundos cuando sus amigos lograron separar al gigantón al cual se había sumado el pequeño compañero a voz de "¡para, que lo matas!". Damián estaba tirado en el suelo desconcertado. Miró a sus lados buscando alguna respuesta a lo que pasaba. Vio a través de la puerta que los del kebab ni se habían percatado de lo ocurrido. Ladeo para contemplar como las dos chicas le miraban con desdén. Eran miradas cargadas de odio y veneno. Intento a levantarse, pero la tos le mantenía en una posición a cuatro patas. Escupió una flema de sangre. Volvió a intentar levantarse y esta vez una mano le tendió su apoyo. Lucas le ayudó a levantarse lentamente. El rostro le ardía. Una gota de sangre descendía de su labio para perderse en su barbilla. El pómulo derecho estaba hinchado y tenía unas continuas ganas de vomitar. Sus amigos y el otro pequeño matón de turno habían logrado tranquilizar al enorme gigante que le había dado la breve pero intensa paliza.
-Vamos, coge el coche Sebas.-dijo el ya tranquilizado muchacho.
Damián no se percato pero las dos chicas desaparecieron calle arriba y su verdugo y compañía en un seat gris.
-Vamos para urgencias.
-Llevadme a casa.-replicó Damián.
Sus amigos se miraron confusos.
-Dami, tío, te ha podido romper una costilla el bruto ese.
Damián levantó del suelo por completo y se chocó con la mirada preocupada de sus amigos. Sentenció con un "estoy bien" y despegarse de su amigo para andar un par de pasos en línea recta. Caminaba lo que supusieron era en dirección a su casa cuando Fofo se puso enfrente de él obligándolo a parar. llevaba un casco en la mano y se le tendió.
-Andando no vas, te llevo a casa.
Damián agradeció el gesto. Sentía que podía caerse en cualquier momento desplomado al suelo.
El trayecto se le hizo eterno. Su amigo le ayudó a subir las escaleras y a abrir la puerta. Entraron en la casa. Estaba vacía. Sus padres habían debido salir a cenar y su hermana estaría a punto de volver. A paso lento fue llevado hasta su habitación.
-¿Necesitas algo?
-No.
Su amigo comenzó a marcharse cuando le agarró por la mano. Este se giró y contempló a un Damián agotado.
-Gracias.
Fofo sonrió y marchó de la casa.

No pasaron ni diez minutos cuando sintió la puerta de la casa abrirse. La voz de su hermana retumbaba. Damián se planteó la posibilidad de que hubiese subido junto con sus padres, pero dicha teoría fue descartada al oír la voz que le daba las palmas al cante de su hermana. Damián podía oírlas hablar tras su puerta.
-¿De verdad que no molesta que me quede a dormir?
-Que no tonta, hay camas de sobra.
Damián recordó que la cama de su hermana guardaba otra debajo. En un principio había sido suya, pero se la cambiaron viendo que la Silvia la podría dar uso, ya que Damián nunca llevaba compañía a casa. Su grupo de amigos le veía cuando él se quería dejar ver.
Los ruidos de las dos jóvenes ensordecían los pensamientos de Damián. Sentía como los parpados pesaban y el sueño se apoderaba de él.
-¿Me puedes dejar un pijama? Me da pudor dormir en bragas en tu casa.
-Espera, le cojo a mi hermano alguna camiseta y algún pantalón así para dormir. Seguramente no habrá llegado.
Las voces se escabullían de la conciencia de Damián. Estaba a punto de abrazarse a Morfeo y rendirse al sueño que le rogaba el cuerpo cuando la puerta se abrió y la luz fue dada.
-Ah, estás ahí- dijo Silvia sorprendida- Siento molestarte pero es que Rocío necesita un pi... ¡Dios mío!¿Que te ha pasado en la cara?
Damián volvió al mundo de los despiertos. Se incorporó hasta quedar sentado en su cama dejando caer sus brazos e inclinando su torso hacía abajo.
-No es nada, no te preo...
La frase quedó en el aire. Damián había levantado la cabeza y detrás de su hermana, apoyada en el marco de la puerta, estaba ella. Le miraba con una mezcla entre preocupación y pena. le miraba con esos ojos... los ojos más verdes que hizo a Damián perderse. Fueron esos ojos los que le devolvieron la esperanza.

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