15 de
abril de 2012
11:00
Los pasos que me llevaban
por aquellos pasillos de hospital se tomaban el tiempo que iban a tratar de
arrebatarme. Mi madre, Inés, estaba a mi lado. Vestía una blusa morada y unos
pantalones pitillo que cubrían parte de unas botas negras. Tenía un gesto en el
rostro sereno y calmado, pero sus andares eran nerviosos. Ella era la típica
mujer que lo daba todo por sus hijos hasta el extremo de llegar a agobiarnos a
mi hermana y a mí. Un simple dolor de cabeza podía convertirse en una embolia
para ella y nos llevaba a urgencias con una velocidad impresionante. Así era mi
madre, que por unos ganglios un poco más grandes de lo normal me había hecho
hacerme un chequeo médico exhaustivo y de ahí la razón de que estuviésemos en
aquel hospital. Cuanto más nos acercábamos a la consulta más sentía un pequeño
mal pálpito dentro de mí, como una pequeña voz que me decía que algo no iba
bien. Tuve que reprimir en más de una ocasión las ganas de salir corriendo de
allí y dejar a mi madre abandonada en aquellos grises y tristes pasillos. Esa
sensación extraña se intensificaba a cada paso que daba. Podía verlo en los
ojos de aquel pediatra que corría por unos formularios, en la mirada de una
enfermera que contemplaba la pantalla de su móvil, e incluso en aquellas
personas que permanecían en salas de espera. Yo no solía ponerme nervioso por
un diagnóstico, siempre solía alcanzar la gravedad de una simple gripe. Pero el
doctor que me esperaba no era mi simpático médico de cabecera. Llegamos a la
consulta y esperamos. Mi paciencia se agotaba rápido y mi madre con su inquieto
baile de piernas no ayudaban mucho. Podía notar como mi sienes se llenaban de
sangre y se apoderaba de mi cerebro una pesada jaqueca. Tras diez minutos de
espera, los cuales se me hicieron eternos, se abrió la puerta por donde salió
el paciente que iba antes que yo. Debía haber recibido buenas noticias pues
lucía una amplia sonrisa que curiosamente ayudo a templar mis nervios. Esa era
una de las cosas que a lo largo de este tiempo me he dado cuenta: Las cosas
pequeñas como un gesto al cual no le damos importancia puede estar cargado con
la mejor de las magias. Una madre nos da la vida, pero esos pequeños gestos nos
hacen vivirla. Tras el paciente que marchaba alegre salió el doctor el cual por
las gafas que perfilaban su rostro y por aquel peinado me recordaba al
presentador televisivo Jordi Hurtado. Nos invitó a pasar con la mano y ocupamos
las sillas que había frente a su mesa llena de papeles desordenados, una
impresora, un teclado y la pantalla de un ordenador un tanto destartalado.
Pasamos mi madre y yo dos minutos contemplando a aquel curioso hombre mover de
un lado a otro sus ojos a través de aquellas gafas estudiando un papel en el
que más tarde deduje que estaba mi diagnóstico. Dejó el papel sobre la mesa y
apoyó sus manos en la mesa entrelazando sus dedos. Mi mente comenzó a divagar
con aquellas palabras que a fuego se grababan en mi memoria y escribiendo en mi
un destino ya marcado. Aquel diagnóstico era considerado reservado y rezaba la
fecha de mi muerte en un par de años, con suerte tres. Un extraño cáncer había
llegado a una fase muy avanzada y había entrado en el torrente sanguíneo
invadiendo varios órganos.
Aquel hombre no paraba de
disculparse y me irritaba considerablemente. Mi madre había comenzado a llorar
desconsoladamente y me abrazaba y apenas se la podía entender lo que entre
gemidos decía que era algo como "¡Mi niño!¡Mi niño!" . El
doctor omitía el llanto de mi madre y continuaba hablando de un tratamiento
para mejorar mis calidades de vida y pudiese llegar a esos tres años que eran
considerados ya un milagro. Cada palabra del doctor aceleraba aun más los
latidos de mi corazón que parecía cabalgar sobre mi pecho. Supongo que debía
estar más que atónito por el impacto de la noticia, la noticia que me hizo
darme cuenta lo curioso que tiene el ser humano, que posee una vida y no
aprende a usarla hasta que no sabe cuando se le va acabar. Yo empecé a aprender
a vivir ese día. También aprendí muchas cosas más...
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